Con los libros abrimos toda una sucesión de pasados individuales, de voces singulares que ha superado el tiempo y el olvido. Y que, por ello, han conseguido la única forma de humana inmortalidad..
La posibilidad de permanecer otorga al libro una vida especial. En el silencio de las bibliotecas, donde presentimos las voces que nuestro ojos pueden oír cada vez que el tiempo de cada ser se asocia con el tiempo apresado en la memoria de seas páginas, sentimos la presencia de una historia que soprepasa los latidos de cada historia personal. Es cierto que no todo lo que pensaron aquellos que nos precedieron en el fluir del tiempo ha quedado recogido en la escritura, pero basta el incalculable tesoro de lo ya escrito para percibir ese otro mundo que sobrepasa el pequeño círculo en el que, originariamente, está instalada nuestra solitaria, clausurada y tantas veces empobrecida individualidad.
La escritura posada y materializada en las páginas de los libros es, pues, el tesoro más importante de la historia humana.
Los libros, en el tiempo de las experiencias múltiples de quienes escribieron, encierran la vida de todas las ideas que la mente humana pudo apresar y universalizar desde la singular historia, desde la mirada individual de cada ser personal. Y eso sumerge al individuo en la compañía de unas formas de inagotables lenguajes.
Con los libros abrimos, pues, toda una sucesión de voces singulares, de pasados individuales que, por ese medio, han logrado escapar al fluido uniforme de la temporalidad y liberarse de la claudicación que supone el saber que lo que hablamos se esfuma y diluye en unos instantes.
Con los libros podemos alzarnos sobre el monótono palpitar de la conciencia alimentada solo por las presiones vitales de cada biografía. Por eso, cuando se ha pretendido el entontecimiento colectivo, el fanatismo, que tantas veces alcanza el dominio sobre los individuos indefensos, ante la miseria, la pobreza, el abandono y el desprecio, ha fomentado el analfabetismo real, o los sucedáneos que permiten los sutiles y mareantes vericuetos de la llamada sociedad de la información.. La escritura permitió que esas nuevas formas de realidad entrasen a convivir con nosotros y, sobre todo, a alimentar la vida intelectual y afectiva.
Al pasar las páginas con nuestros dedos descubríamos una misteriosa posibilidad de acariciar el tiempo, de sentirnos identificados con aquella silenciosa voz que la vida ideal y real de nuestros ojos hacía, instante a instante, latido a latido, renacer.
Por eso los medios tecnológicos, las nuevas formas de presentar la escritura, jamás podrán suplantar esos objetos vivos, reales, que empiezan a llenar el espacio de nuestras casas y a los que acudimos en esos momentos en que necesitamos escuchar, sentir, el tiempo pasado y las voces que nos lo hablan.
Hay momentos de nuestra existencia en los que por la edad, por la posible pérdida de vigor o de entusiasmo, porque entrevemos que nuestro curso vital está ya en otro territorio, en un posible espacio de la más o menos lograda madurez , descubrimos cómo son ellos, los libros, los que, paradójicamente, nos leen a nosotros mismos, los que nos instan a que volvamos a tomarlos en las manos, a descubrir aquel subrayado amarillento, aquella hoja doblada, aquel lomo deshilachado, aquella fecha, aquella dedicatoria- " tanto impulso que corre a mi destino, desemboca en tu mundo".
Y nos leen porque al verlos en la estantería en la que reposan comprobamos que hace tiempo, años quizá, que no los tocamos, como si se hubiera alejado ya de nuestros intereses, y recordamos como en un horizonte neblinoso lo que en su momento nos dijeron, lo que nos enseñaron y aleccionaron. Ese mensaje que nos lanzan se engarza con la memoria imprecisa que tenemos de ellos y volvemos a leerlos, a enlazarnos de nuevo con su memoria y con la nuestra. Ese vínculo de amistad inalterable, esa amistad y amor que, con el lenguaje, es una de las pocas cosas por las que merece la pena vivir, nos sumergen en el infinito amor por los seres humanos, desde las palabras de aquellos que con sus obras nos hablaron para que aprendiéramos también a mirar el mundo y, de paso, a amistarnos con los sin voz.
EMILIO LLEDÓ. Los libros y la libertad
La librería ( 2017)