lunes, 8 de agosto de 2022

 



 Yo había abandonado Londres durante aquellos meses para retirarme al campo, en Bath. En toda mi vida no había sentido de un modo más cruel la impotencia del hombre frente a los acontecimientos mundiales. He aquí a un hombre despierto, pensante, que trabajaba al margen de la política, consagrado a su trabajo y dedicado, tranquilo y tenaz, a transformar sus años en obras. Y allá, en algún lugar, invisibles, una docena de otros hombres, a los que no conocía ni había visto nunca, unos cuantos en la Wilhelmstrasse de Berlín, otros en el Quai d´ Orsay de París y otros más en el Palazzo Venezia de Roma y en Downing Street de Londres, esos diez o veinte hombres, muy pocos de los cuales habían demostrado hasta el momento una sensatez y una habilidad especiales, hablaban, escribían, telefoneaban y pactaban cosas que los demás no sabíamos. Tomaban decisiones en las que no teníamos arte ni parte y de cuyos detalles no legábamos a enterarnos, y, sin embargo, disponían así, irrevocablemente, de mi vida y de la de todos los europeos. Mi destino estaba en sus manos y no en las mías. Nos aniquilaban o nos perdonaban la vida; a nosotros impotentes, nos concedían la libertad o nos esclavizaban, decidían la guerra o la paz para millones de seres. Y heme a mí sentado en mi habitación, como todos los demás, indefenso como una mosca, impotente como un caracol, mientras estaba en juego mi muerte o mi vida, mi "yo" más íntimo y mi futuro, los pensamientos que se formaban en mi cerebro, lo proyectos nacidos o todavía por nacer, mi sueños y mi vigilia, mi voluntad, mis bienes, todo mi ser. Heme sentado sentado, esperando con ansiedad y la vista fija en el vacío, como un condenado en su celda, encerrado entre cuatro paredes y encadenado en una espera absurda y lánguida, y los compañeros de cautividad preguntando a diestra y siniestra, aconsejando y charlando, como si ninguno de nosotros supiera o pudiera saber cómo y qué decidirían respecto a nosotros. Sonaba el teléfono y un amigo me preguntaba qué opinaba. Tenía ante mí el periódico, que me desconcertaba más aún. Escuchaba la radio y un comentario contradecía el anterior. Salía a la calle y la primera persona con la que tropezaba me pedía la opinión, a mí, tan ignorante como ella: ¿ habría guerra o no? Y yo , en mi ansiedad, también preguntaba, hablaba, charlaba y discutía, aún sabiendo de sobra que todo conocimiento, toda experiencia y toda previsión adquiridas o inculcadas a lo largo de los años eran fútiles ante las decisiones de aquella docena de extraños y que, por segunda vez en el transcurso de veinticinco años, me encontraba de nuevo sin fuerza ni voluntad frente al destino y los pensamientos  latían vacíos de sentido en mis doloridas sienes. Al final no pude soportar la gran ciudad por más tiempo, porque en cada esquina los posters, los carteles pegados, me acometían con palabras chillonas como perros hostiles, y también porque, sin querer, podía leer los pensamientos en la frente de los miles de seres que pasaban por mi lado como una exhalación. Y, en realidad, todos pensábamos lo mismo, pensábamos únicamente en el "sí" o el "no", en el negro o el rojo de la jugada decisiva en la que, en mi caso, se apostaba mi vida entera, los últimos años que el destino me reservaba, mis libros no escritos, todo lo que hasta entonces había considerado mi misión y daba sentido a mi vida.

  Pero la bolita, con una lentitud exasperante, daba vueltas indecisa de un lado para otro en la ruleta de la diplomacia. De aquí para allá, de allá para aquí, negro y rojo, rojo y negro, esperanza y desencanto, buenas y malas noticias, y nunca la última, la decisiva. "¡ Olvida!", me decía a mí mismo. " Huye, refúgiate  en la espesura más íntima de tu ser, en tu trabajo, ahí donde sólo eres tu "yo" anhelante, no un ciudadano, no el objeto de ese juego infernal, ahí, el único lugar donde la poca razón que te queda  todavía puede actuar con sensatez en un mundo que ha enloquecido".


Stefan Zweig

El mundo de ayer

Memorias de un europeo



                                              Senderos de gloria (1957)