Tormentas de Glenn Gould
¿ Desde dónde llegaste con tu furia tan quieta?
Parecía que ibas a adormecerte encima del piano,
pero enseguida alzabas una hoguera
de llamas negras y tus largos dedos
de hielo acariciaban
el fuego de las más altas esferas.
Y cómo te arrullabas con cada arrebato,
quizá porque querías ser el niño
que no pudiste ser, o porque no sabías
que el hombre-niño que eras
llegaría muy pronto a desbordarte.
¿ A dónde ibas separando espinos
con tus navajas de música?
¿ A dónde ibas, de dónde venías
con la música que otros escribieron,
pero que sólo tú supiste alumbrar?
Para arrancar sonidos nunca oídos
no bastaban tus manos,
por eso con los labios musitabas
lamentos amorosos.
A veces parecía que las manos
no te pertenecían,
pues volaban muy lejos del piano,
y la música y Bach las perseguían,
iban detrás buscando otros espacios
de secretos sonoros.
Marea de pasión contenida, llegaste
a este mundo en busca de más vida,
mas Ella te esperaba en una encrucijada
( Ella era el concierto final, el más sublime)
y en un excelso juego de adivinaciones,
para olvidar por siempre,
acariciabas cada tecla negra,
le susurrabas a las teclas blancas,
y siempre avanzabas bajo los cielos fríos
con tus tormentas de oro.
A veces, cual cantata, el cuerpo te temblaba
y tú ya no sabías si el piano
era cuna o féretro.
Los huesos te cantaban, ardías con la música
y tu cerebro era un bosque de órganos,
y de los tubos de éstos brotaban infinitos.
Pero a la vez tus dedos eran llamas,
diez llamas muy humildes que elevabas
allá, a lo más alto,
como plegaria última,
hasta llorar por siempre de alegría
lágrimas negras.
Luego, la soledad te devoró
y volviste a salir al encuentro de Ella
para alejarla, para adormecerla
como a ti te gustaba: arrullando
esa mar o esa noche del piano.
La Muerte te salía al encuentro
con sus coros y orquestas,
mas tú la combatías con ternura,
la ibas conduciendo ( como si fuere uno
de aquellos animales que amaste y te amaron)
hasta el redil oscuro donde tiene
la música tu tumba.
Y pusiste de nuevo tus manos a cantar.
Y comenzó tu cuerpo como a tambalearse,
e ibas y venías del piano
sin poder resistir tu propia música.
Y tus ojos, cerrados, hacia adentro estallaron.
Ya no estás con nosotros,
mas tus manos nos llevan todavía
por ese firmamento
en que nos convertimos escuchándote.
Meteoro de luz, incandescente aún,
siempre regresas para irnos guiando
con tu estela hacia arriba;
nos va arrebatando humanísimo
allá donde perdura
el combate ganado por tus manos;
nos dejas derrotados allá donde nosotros
deberemos librar nuestro propio combate
y ganar o perder para siempre
esa música que es la vida eterna.
ANTONIO COLINAS. Obra poética completa
Glenn Gould ese genio musical. Interpretó a Bach de un modo que nadie, ni antes ni después, puede aspirar a igualar, apareció en la portada de Time, metieron interpretaciones suyas en la nave espacial Voyager como ejemplo, dirigido a las formas de vida extraterrestre, de lo genial que la raza humana puede llegar a ser. Murió de un derrame cerebral masivo en 1982, al que sin duda contribuyo su épica adicción a los medicamentos con receta. Dejó de tocar en público a una edad absurdamente temprana porque le parecía que los espectadores siempre eran hostiles, que estaban esperando a que la cagase. Dedicó el resto de su vida al estudio de grabación, pues creía ( con razón, por lo que se vio) que había un gran futuro en los discos y en los tremendos avances que se estaban logrando en la tecnología asociada. Adoraba la seguridad de los estudios y lo a salvo que se sentía en ellos. Tras haber grabado cinco álbumes, estoy completamente de acuerdo con él; en ellos he pasado algunas de las horas más satisfactorias, concentradas y entretenidas de mi vida.
Gould también estaba como una regadera. Llevaba abrigos gordos, sombreros y bufandas en pleno verano, se echaba agua hirviendo en las manos y en los antebrazos antes de tocar, tomaba pastillas como si fueran caramelos, llamaba as sus amigos ( y a desconocidos ) a las tres de la mañana y hablaba con ellos aunque se durmieran, invertía en bolsa, odiaba la compañía, fue lo más parecido que ha habido en la música clásica a una estrella de rock. De joven también estaba tan bueno como una estrella de cine. Y tocaba el piano como un dios. Estoy segurísimo de que uno de sus dos influyentes álbumes de las Variaciones Goldberg ha aparecido en esas listas de discos para llevarse a una isla desierta más veces que ninguna otra grabación clásica.
James Rhodes. Instrumental