miércoles, 8 de abril de 2020




Como todo el mundo, sólo tengo a mi servicio tres medios para evaluar la existencia humana: el estudio de mi mismo, que es el más difícil y peligroso, pero también el más fecundo de los métodos; la observación de los hombres, que logran casi siempre ocultarnos sus secretos o hacernos creer que los tienen; y los libros, con los errores particulares de perspectiva que nacen entre sus líneas. He leído casi todo lo que han escrito nuestros historiadores, nuestro poetas y aun nuestros narradores, aunque se acuse a estos últimos de frivolidad; quizá les debo más informaciones de las que pude recoger en las muy variadas  situaciones de mi propia vida. La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me enseñaron a apreciar los gestos. En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros.
  Pero los escritores mienten, aun los más sinceros. Los menos hábiles, carentes de palabras y frases capaces de encerrala, retienen una imagen pobre y chata de la vida; algunos, como Lucano, la cargan y abruman con una dignidad que no posee. Otros como Petronio, la aligeran, la convierten en una pelota hueca que rebota, fácil de recibir y lanzar en un universo sin peso. Los poetas nos transportan a un mundo más vasto o más hermoso, más ardiente o más dulce que el que nos ha sido dado, diferente de él y casi inhabitable en la práctica. Para estudiarla en toda su pureza, los filósofos hacen sufrir a la realidad casi todas las mismas transformaciones  que el fuego o el mortero hacen sufrir a los cuerpos; en esos cristales o en esas cenizas nada parece subsistir de un ser o de un hecho tales como los conocimos.

  La observación directa de los hombres es un método aún más incompleto, que en la mayoría de los casos se reduce a las groseras de las que tengo comprobaciones que constituyen el pasto de la malevolencia humana. La jerarquía, la posición, todos nuestros azares restringen el campo visual del conocedor de hombres; para observarme, mi esclavo goza de facilidades totalmente distintas de las que tengo yo para observarlo; pero las suyas son tan limitadas como las mías.

  En cuanto a la observación de mí mismo, me obligo a ella aunque sólo sea para llegar a un acuerdo con ese individuo con quien me veré forzado a vivir hasta el fin, pero una familiaridad de casi sesenta años guarda todavía muchas posibilidades de error. En lo más profundo, mi autoconocimiento es oscuro, interior, informulado, secreto como una complicidad. En lo más  impersonal, es tan glacial como las teorías que yo puedo elaborar sobre los números: empleo mi inteligencia para ver de lejos y desde lo alto mi propia vida, que se convierte así en la vida de otro. Pero estos dos medios de conocimiento son difíciles; el uno exige un descenso, y el otro una salida de uno mismo. LLevado por la inercia, tiendo como todos a reemplazarlos por una mera rutina, una idea de mi vida parcialmente modificada por la imagen que de ella se hace el público, por  juicios en  falsos, como un patrón  ya preparado al cual un sastre inepto adapta penosamente nuestra tela propia. Equipo de valor desigual; instrumentos más o menos embotados. Pero no tengo otros, y con ellos me fabrico lo mejor que puedo una idea de mi destino de hombre.

  Cuando considero mi vida, me espanta encontrarla informe.

  El paisaje de mis días parece estar compuesto, como las regiones montañosas, de materiales diversos amontonados sin orden alguno. Veo allí mi naturaleza, ya compleja, formada por partes iguales de instinto y de cultura.

Marguerite Yourcenar. Memorias de Adriano