Una vez al año, en el equinoccio de primavera, hago inventario. Porque sí, solo para ver y comprobar que nunca cambia nada. En ese momento del año tan particular en que la noche y el día se reparten el tiempo a partes iguales, hago inventario con la descabellada idea, anidada en lo más recóndito de la cabeza, de que quizá, sí, quizá algún día pueda cambiar algo a priori tan inmutable como el número de azulejos que alicatan mis dominios de arriba abajo. Es tan inútil e idiota como creer en la existencia del príncipe azul, pero hay en mí una parcela de niña pequeña que se resiste a morir y que, una vez al año, quiere creer en los milagros. Me sé de memoria mis azulejos. A pesar del ataque diario de la esponja y los detergentes, muchos brillan como el primer día y han sabido conservar intacta esa vidriosidad ligeramente lechosa que recubre su terracota. A decir verdad, me interesan poco.Su elevado número ha hecho de su perfección una banalidad sin atractivo. Mi atención está más bien dirigida a los cojos, a los resquebrajados, a los amarillentos, a los mellados, a todos los que el tiempo ha estropeado y que dan al lugar, además de ese aspecto anticuado que ha acabado por gustarme, un toque de imperfección que, por extraño que pudiera parecer, me tranquiliza. " Es en las cicatrices de los gueules cassées* donde se pueden leer las guerras, Julie, no en las fotos de los generales envarados en sus uniformes almidonados y repulidos", me dijo un día mi tía mientras las dos sacábamos brillo a las baldosas a golpe de gamuza para devolverles su lustre de antaño. A veces me digo que la sensatez de mi tía merecería ser enseñada en la facultad. Mis gueules cassées particulares dan testimonio de que aquí como en todas partes no existe la inmortalidad. Entre todo este pequeño universo de baldosas deterioradas, tengo mis preferidas, como una que está encima a la izquierda del tercer grifo y cuya ausencia de brillo dibuja una estrella de cinco puntas, o como otra a la que nunca se le ha ido el brillo pero cuyo aspecto extrañamente apagado contrasta con la pureza rutilante de sus congéneres de la pared norte.
Jean- Paul Didierlaurent. El lector del tren de las 6.27
*Caras rotas, expresión utilizada para referirse a los heridos veteranos de la Primera Guerra Mundial.