Cuando la visión de conjunto del mundo se amplía, no sólo disminuye el dolor que causa, sino también el sentido. Entender el mundo equivale a colocarse a cierta distancia de él. Lo que es demasiado pequeño para verlo a simple vista, como las moléculas, lo ampliamos; lo que es demasiado grande, como el sistema de las nubes, los deltas de los ríos, las constelaciones, lo reducimos. Cuando lo tenemos al alcance de nuestros sentidos, lo fijamos. A lo fijado lo llamamos conocimiento. Durante toda nuestra infancia y juventud nos esforzamos por establecer la distancia correcta de cosas y fenómenos. Leemos, aprendemos, experimentamos, corregimos. Y un día llegamos a un mundo en el se han fijado las distancias necesarias, y establecido todos los sistemas. Es entonces cuando el tiempo empieza a correr más deprisa. El tiempo ya no se encuentra con obstáculos, todo está fijado, el tiempo fluye a través de nuestras vidas, los días desaparecen a toda velocidad, antes de suspirar hemos llegado a los cuarenta años, a los cincuenta, a los sesenta... el sentido requiere plenitud, la plenitud requiere tiempo, el tiempo requiere resistencia. El conocimiento es igual a distancia, el conocimiento es estancamiento y enemigo del sentido...La imagen que tengo de mi padre de aquella tarde de 1976 es, en otras palabras, doble: por un lado lo veo como lo veía entonces, con los ojos del chaval de ocho años, imprescindible y aterrador, por otra parte lo veo como a alguien de mi misma edad, a través de cuya vida sopla el tiempo, llevándose consigo pedazos de sentido cada vez más grandes.
KARL OVE KNAUSGARD. LA MUERTE DEL PADRE