jueves, 17 de noviembre de 2022

 


En el instante en que los hombres dejen de forjar imágenes idolátricas se matarán unos a otros hasta el infinito. Cuándo alcanzarán este estadio no nos es posible entreverlo. Pero el resultado cierto del devenir histórico es que los hombres no pueden vivir sin ídolos, sin culto, sin la ceguera de la adoración. Sea reverenciando fantasmas religiosos o políticos, aturdidos por el simulacro de absoluto de un fetiche, de un dios o de un partido, necesitan inclinar su razón ante algo. No hay objeto o idea que no haya sido en el decurso de los tiempos, cuando menos por un instante, el fin supremo del pensamiento y del corazón. Todas las apariencias han ocupado por turno el lugar de la divinidad. El instinto de esclavitud que yace en cada criatura ha hecho de los aspectos de la creación realidades tiránicas ante las que ésta ha encorvado su orgullo. ¿ Ha habido un solo momento en la historia en el que no hubiera un jefe, un ideal, una quimera? Incluso las épocas de desagregación han transformado la decadencia en un mito, prosternándose ante su falta de futuro. Los incrédulos creen en el hecho de no creer; las dudas nutren tanto como las certezas. El hombre es el ser dogmático por excelencia. Nada soporta peor que el escepticismo estéril, universal, tolerante y amargo-sonriente. El hombre quiere sangre en todo lo que hace y espera, quiere sangre para tener la ilusión de que no se ha engañado, de que su ilusión es seria e indiscutible. Cuando la conversación, con su arte de rebajar las verdades y reducirlas a simples convenciones de la vida en común, amenaza con destruir los fundamentos de la seguridad cotidiana, entonces surgen los profetas, la multitud los sigue, y siguiéndolos toma las armas. Las discusiones cesan como por milagro, las verdades se instalan como para siempre, la ironía deviene fatal y peligrosa. La imagen idolátrica- con ayuda de la policía y de la ideología- suplanta a los antiguos reyes y emperadores, a las remotas leyendas y a los viejos señores.

Difícilmente podemos imaginarnos las jaurías humanas agolpadas de pronto sin ninguna superstición .  ¿ Qué ley, qué código, qué poder podría ocupar su lugar? Cuando el último becerro de oro sea destruido, ninguna fuerza podrá detener ya el caos. ¡ Más cuántos se regocijarán al contemplar la agonía del último ídolo!

                                

Viendo la maldad de los hombres y la absurdidad de los acontecimientos, hojeando las páginas de la historia, triste hasta la indecencia, llegas a alimentar esa nostalgia, representada por las ambiciones del espíritu: la nostalgia de la banalidad.

Extravíos

Emil Cioran