Una de mis preocupaciones constantes es el comprender cómo es que otra gente
existe, cómo es que hay almas que no sean la mía, conciencias extrañas a mi
conciencia , que por ser conciencia, me parece ser la única.
Comprendo bien que el hombre que está delante de mí, y me habla con palabras
iguales a las mías, y me ha hecho gestos que son como los que yo hago o podría
hacer, sea de algún modo mi semejante. Lo mismo, sin embargo, me sucede con los
grabados que sueño de las ilustraciones, con los personajes que veo de las
novelas, con los personajes dramáticos que en el escenario pasan a través de los
actores que los representan.
Nadie, supongo, admite verdaderamente la existencia
real de otra persona. Puede conceder que esa persona esté viva, que sienta y
piense como él; pero habrá siempre un elemento anónimo de diferencia, una
desventaja materializada. Hay figuras de tiempos idos, imágenes espíritus en
libros, que son para nosotros realidades mayores que esas indiferencias
encarnadas que hablan con nosotros por cima de los mostradores, o nos miran por
casualidad en los tranvías, o nos rozan, transeúntes, en el acaso muerto de las
calles, Los demás no son para nosotros más que el paisaje y, casi siempre,
paisajes invisible de calle conocida.
Tengo por más mías, con mayor parentesco e
intimidad, ciertas figuras que están escritas en los libros, ciertas imágenes
que he conocido en estampas, que muchas personas, a las que llaman reales, que
son de esa inutilidad metafísica llamada carne y hueso. Y "carne y hueso", en
efecto, las describe bien: parecen cosas recortadas puestas en el exterior
marmóreo de una carnicería, muertes que sangran como vidas, piernas y chuletas
del Destino.
No me avergüenzo de sentir así porque ya he visto que todos sienten
así. Lo que parece haber de desprecio entre hombre y hombre, de indiferente que
permite que se mate gente sin que se sienta que se mata, como entre los
asesinos, o sin que se piense que se está matando, como entre los soldados, es
que nadie presta la debida atención al hecho, parece abstruso, de que los demás
también son almas.
Ciertos días, a ciertas horas, traídas a mí por no sé qué brisa, abiertas a mí por el abrirse de no sé qué puerta, siento de repente que el tendero de la esquina es un ente espiritual, que el hortera, que en este momento a la puerta sobre el saco de patatas, es, verdaderamente, un alma capaz de sufrir.
Cuando ayer me dijeron que el dependiente de la tabaquería se había suicidado, sentí una impresión de mentira. ¡ Pobrecillo, también existía! Lo habíamos olvidado, todos nosotros, todos nosotros que le conocíamos del mismo modo que todos los que no le conocieron. Mañana le olvidaremos mejor. Pero que tenía alma, la tenía para que se matase. ¿Amores? ¿ Angustias? Sin duda... Pero a mí, como a la humanidad entera, me queda sólo el recuerdo de una sonrisa tonta por cima de una chaqueta de mezclilla, sucia, y desigual en los hombros. Es cuanto me queda, a mí, de quien tanto sintió que se mató de sentir porque, en fin, de otra cosa no debe de matarse nadie... Pensé una vez, al comprarle cigarrillos, que se quedaría calvo pronto. Al final, no ha tenido tiempo de quedarse calvo. Es uno de los recuerdos que me quedan de él. ¿Qué otro me había de quedar si éste, después de todo, no es suyo, sino de un pensamiento mío?
Tengo súbitamente la visión del cadáver, del ataúd en que le han metido, de la tumba, enteramente ajena, a la que tenían que haberle llevado. Y veo, de repente, que el dependiente de la tabaquería era, de cierta manera, chaqueta torcida y todo, la humanidad entera.
Ha sido tan sólo un momento. Hoy, ahora, claramente, como hombre que soy, él ha muerto. Nada más.
Sí, los demás no existen... Es para mí para quien este ocaso remansa, pesadamente alado, sus colores neblinosos y duros. Para mí, bajo el ocaso, tiembla, sin que yo le vea correr, el río grande. Ha sido hecha para mí esta plaza abierta sobre el río cuya marea se acerca. ¿ Ha sido enterrado hoy en la fosa común el dependiente de la tabaquería? No es para él el ocaso de hoy. Pero, de pensarlo, y sin que yo quiera, también ha dejado de ser para mí...
Fernando Pessoa
Libro del desasosiego