Es difícil entender hoy lo que decimos cuando hablamos de cultura, sobre todo si pensamos, por ejemplo, en expresiones como "cultura de masas". Parece que estamos aceptando opiniones y conocimientos que no solo sostienen un cierto conformismo con la ignorancia, sino que, de paso, asumen la imposibilidad de salir de ella, como si un aciago destino imperara irremediablemente sobre amplios sectores de la sociedad.
La interpretación es una empresa que, en principio, no quiere decir otra cosa que la continuada y estimulante- deprimente, a veces- necesidad de saber quiénes somos, qué podemos hacer y cuáles son nuestros deberes para con nosotros mismos y para con los demás, tal como planteaba Kant en un famoso texto. No podemos estar en la vida sujetos al ritmo inerte en el que muchas veces nos sumergimos y en el que acabamos siendo incapaces de entender y entendernos. Esa incapacidad surge porque una serie de estímulos, repetidos a lo largo de los años, fruto de ideologías, entorpecimientos mentales, fanatismos e intereses, han levantado en nuestro cerebro grumos de opiniones en los que apoyamos nuestros comportamientos y con los que los justificamos.
Es verdad que hay en el mundo que nos ha tocado vivir lagunas inmensas de ignorancia y miseria sobre las que apenas pueden liberarse las formas imprescindibles de humanización y progreso. Pero esas patologías sociales a las que millones de seres humanos nacen condenados no impiden que, además de luchar para hacer imposible esas situaciones, seamos capaces de descubrir, al mismo tiempo, ese horizonte de libertad que alcanzaron determinadas culturas fundadas en la curiosidad, en la inteligencia e interpretación de la realidad y en la rebelión ante todo aquello que agrumaba la capacidad de pensar.
Entender e interpretar la vida y la sociedad fue una forma de reflejar el lenguaje en el que nacemos y con el que se forja nuestra persona. Una necesidad, pues, de liberación de la mirada habitual sobre el mundo y, especialmente, sobre el lenguaje que nos lo dice. Alguna vez se ha escrito que, más que entre un mundo de cosas, nacemos en un mundo de significaciones. Y esas significaciones nos "destinan" ya a un universo de sentidos, de hábitos mentales, de actitudes y comportamientos.
El fundamento del existir no solo consiste en asumir nuestra maravillosa condición carnal, por muy efímera que sea, sino en rebelarnos ante la condición cultural que puede transformarse en naturaleza a su vez, pero no naturaleza como libertad, idealidad, creatividad, sino en naturaleza coagulada y paralizada en opiniones y falsificaciones. El mundo mental que nos habita y que es principio de liberación puede transformarse, así, en encierro y alienación. Precisamente porque la cultura es invento de los seres humanos y por ello tiene que estar continuamente en un proceso de crítica, de reflexión y de creación no se debe aceptar esa inercia que nos cosifica y anula, que nos "naturaliza" en el peor sentido de la palabra. Quiero decir que hace de la libertad que crea y forja el mundo de la cultura un organismo coagulado ya en comportamientos mecánicos, en respuestas monocordes donde predominan prejuicios, grumos mentales y todo ese aparato de reflejos condicionados que determinados poderes políticos y económicos, los medios de comunicación, la "mala educación", son capaces de engendrar.
EMILIO LLEDÓ. Los libros y la libertad.
Recomendaciones para la Navidad:
Los que se quedan ( 2023)