PRIMERA CARTA:
LO PEQUEÑO Y LO GRANDE
HAY DÍAS en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos. Éste es uno de esos días.
Y, entonces, me he puesto a escribir casi a tientas en la madrugada, con urgencia, como quien saliera a la calle a pedir ayuda ante la amenaza de un incendio, o como un barco que, a punto de desaparecer, hiciera una última y ferviente seña a un puerto que sabe cercano pero ensordecido por el ruido de la ciudad y por la cantidad de letreros que le enturbian la mirada.
Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera. Les pido ese coraje que nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre. Todos, una y otra vez, nos doblegamos. Pero hay algo que no falla y es la convicción de que- únicamente- los valores del espíritu nos pueden salvar de este terremoto que amenaza a la condición humana.
El hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los gestos supremos de la vida. Las palabras de la mesa, incluso las discusiones o los enojos, parecen ya reemplazadas por la visión hipnótica. La televisión nos tantaliza, quedamos como prendados de ella. Este efecto entre mágico y maléfico es obra, creo, del exceso de la luz que con su intensidad nos toma. Muchas veces me ha sorprendido cómo vemos mejor los paisajes en las películas que en la realidad.
El estar monótonamente sentado frente a la televisión anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica el alma.
Al ser humano se le están cerrando los sentidos, cada vez requiere más intensidad, como los sordos. No vemos lo que no tiene la iluminación de la pantalla, ni oímos lo que no llega a nosotros cargado de decibeles, ni olemos perfumes. Ya ni las flores los tienen.
El hombre se está acostumbrando a aceptar pasivamente una constante intrusión sensorial. Y esta actitud pasiva termina siendo una servidumbre mental, una verdadera esclavitud.
Pero hay una manera de contribuir a la protección de la humanidad, y es no resignarse. No mirar con indiferencia cómo desaparece de nuestra mirada la infinita riqueza que forma el universo que nos rodea, con sus colores, sonidos y perfumes.
Está más a nuestro alcance un desconocido con el que hablamos a través de la computadora.
SEGUNDA CARTA:
LOS ANTIGUOS VALORES
Las sociedades desarrolladas se han levantado sobre el desprecio a los valores trascendentes y comunitarios y sobre aquellos que no tienen valor en dinero sino en belleza.
La vida de los hombres se centraba en valores espirituales hoy casi en desuso, como la dignidad, el desinterés, el estoicismo del ser humano frente a la adversidad. Estos grandes valores, como la honestidad, el honor, el gusto por las cosas bien hechas, el respeto por los demás, no eran algo excepcional, se los hallaba en la mayoría de las personas. ¿ De dónde se desprendía su valor, su coraje ante la vida?
Si todo es relativo, ¿ encuentra el hombre valor para el sacrificio? ¿ Y sin sacrificio se puede acaso vivir? Los hijos son un sacrificio para los padres, el cuidado de los mayores o de los enfermos también lo es. Como la renuncia a lo individual por el bien común, como el amor. Se sacrifican quienes envejecen trabajando por los demás, quienes mueren para salvar al prójimo, ¿ y puede haber sacrificio cuando la vida ha perdido sentido para el hombre, o sólo lo halla en la comodidad individual, en la realización del éxito personal?
Desde la perspectiva del hombre moderno, la gente de antes tenía menos libertad. Eran menores las posibilidades de elección, pero, indudablemente, su responsabilidad era mucho mayor. No se les ocurría, siquiera, que pudieran desentenderse de los deberes a su cargo, de la fidelidad al lugar que la vida parecía haberles otorgado.
Algo notable es el valor que aquella gente daba a las palabras. De ninguna manera eran un arma para justificar los hechos. Hoy todas las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para descargarnos de nuestros actos que para responder por ellos.
Cuando la cantidad de culturas relativiza los valores, y la globalización aplasta con su poder y les impone una uniformidad arrogante, el ser humano en su desconcierto, pierde el sentido de los valores y de sí mismo y ya no sabe en quién o en qué creer.
El mundo está perdiendo la originalidad de sus pueblos, la riqueza de sus diferencias, en su deseo infernal
" ¿ Es posible que a pesar de las invenciones y progresos, a pesar de la cultura, la religión y el conocimiento del universo, se haya permanecido en la superficie de la vida?" Tristemente con la nostalgia de los proyectos irrealizados, no nos queda más que responder afirmativamente a la pregunta de Rilke, porque la sabiduría es fidelidad a la condición humana. ¿ Qué ha puesto el hombre en lugar de Dios? No se ha liberado de cultos y altares. El altar permanece, pero ya no es el lugar del sacrificio y la abnegación, sino del bienestar, del culto a sí mismo, de la reverencia a los grandes dioses de la pantalla.
El sentimiento de orfandad tan presente en este tiempo se debe a la caída de los valores compartidos y sagrados. Si los valores son relativos, y uno adhiere a ellos como a la reglamentaciones de un club deportivo, ¿ cómo podrán salvarnos ante la desgracia o el infortunio?
CUARTA CARTA:
LOS VALORES DE LA COMUNIDAD
Asistimos a una quiebra total de la cultura occidental. El mundo cruje y amenaza con derrumbarse, ese mundo que para mayor ironía es el resultado de la voluntad del hombre, de su prometeico intento de dominación.
A cada hora el poder del mundo se concentra y se globaliza. La masificación ha hecho estragos, ya es difícil encontrar originalidad en las personas y un idéntico proceso se cumple en los pueblos, es la llamada globalización.
Esta crisis no es la crisis del sistema capitalista, como muchos imaginan: es la crisis de toda una concepción del mundo y de la vida basada en la idolatría de la técnica y en la explotación del hombre.
Muy a menudo compruebo que todo es opinable, y alguien que comenzó antes de ayer puede hablar tanto como otro cuya trayectoria está largamente probada en la vida del país. Y su opinión llega a ser clasificatoria, y no tiene siquiera que demostrarse. La llamada opinión pública es la suma de lo que se le ocurre a quienes, en esos minutos, pasan ocasionalmente por la esquina elegida, y conforman el mínimo universo de una encuesta que, sin embargo, saldrá a grandes titulares en los diarios y los programas de televisión. Las preguntas que suelen hacerse es de una torpeza que pondrían frenético a Sócrates, que las colocó en el lugar de quien ayuda a dar a luz. Todo pasa y todas las perspectivas son válidas. Lo mismo Chicho que Napoleón, Cristo que el Rey de Bastos. No se piensa en futuro, todo es de coyuntura.
Otra consecuencia de este estado de cosas es la sobrevaloración de la diversión. Los programas " divertidos" tienen mucho rating - y el rating es lo supremo-, no importa a costa de qué valor, ni quién lo financia. Son esos programas donde divertirse es degradar, o donde todo se banaliza. Como si habiendo perdido la capacidad para la grandeza, nos conformáramos con una comedia de regular calidad. Esta desesperación por divertirse tiene sabor a decadencia.
Nuestra civilización ha tomado un tipo de bienestar como el " debe ser" de la vida, fuera del cual no hay salvación. Este objetivo es logrado por el miedo, y por la incapacidad que tienen hoy los hombres de vivir los momentos duros, las situaciones límites, los obstáculos. En especial, se tiene miedo al fracaso. Se oculta cualquier avería en el bienestar, pues enseguida se teme la exclusión, quedar eliminado de la existencia como un equipo de fútbol lo estaría de un campeonato. Tal es la dificultad que tiene el hombre actual de superar las tormentas de la vida, de recrear la existencia después de las caídas.
ERNESTO SABATO. LA RESISTENCIA
En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.
Fernando Pessoa
El gran carnaval (1951)