martes, 28 de abril de 2015
La rosa de las noches
Todas las noches de mi vida, hasta el alba,
sin llegar nunca a nadie,
en ciudades distintas, los ojos en acecho,
son una turbia rosa negra.
Se cumple así la sed que concedo a la carne,
esta difusa espera, que es la fidelidad de mis cansancios,
o el encuentro de alguna luz pequeña que se abate,
tras del furor, en las cansadas sábanas.
Allí donde los cuerpos se nutren de reposo
que no es mortal aún,
en esa hora tan dura
en que la luz es agria, es una ciega rosa blanca.
Todas las noches de mi vida, envejeciendo,
son una infame rosa negra,
son una rosa negra y solitaria,
una encantada y desvalida rosa.
Si volviera a vivir, yo quisiera aspirarla
de nuevo sin piedad,
pues por ella existí, aunque me devorase.
Yo miraba los astros, su hermosura
y nada aquel espejo reflejó
que a él se asemejase:
sólo la quemadura del vivir,
que aun sin fulgor pecado, yo sé que existe.
Todas las noches de mi vida,
también las que vendrán,
son una iluminada rosa negra,
un secreto esplendor que aun no es ceniza
y nadie puede ver,
y que este ciego roza
lleno de ardor, con Las manos tendidas.
DONDE EL AMOR SE ACABA
Suavísima materia cenicienta
que, desde la sequedad,
perdura en la memoria de sí misma,
y puede sentir aún la luz
del sol, cayendo entre los mármoles desiertos,
ya nunca más de él,
y esta débil nostalgia de volver a la carne,
de ser de nuevo el sueño
que sufría.
Hubo una vez un sueño
y existía el amor, mordía el desamor,
y ese sueño es la vida:
un imposible siempre.
¿Y por qué este misterio que habita las cenizas?
Que nunca llegue el hálito de Dios
o del Azar,
y sople en la materia
donde el amor se acaba todavía.
Y si ha de suceder
que sea el dedo humano el que la extinga,
cesándola en la luz,
destejida en el Tiempo.
DESAPARICIÓN DE UN PERSONAJE EN EL RECUERDO
Reposa el huerto anclado en el otoño,
y miro el valle en luz que da en el mar.
El sol, dormido y leve, se asemeja
al rostro que yo amé, pues fuera así de hermoso
mirarlo ahora.
Van llamando los años en mi cuerpo,
y los voy alojando con incomodidad,
vanos y numerosos. Se tienden en mi cama,
manchan mi soledad, hastían mi figura en los espejos.
No vivo con quien quiero. Tú no estás.
¿En dónde te has quedado? ¿Quién contempla,
como si sólo tú fueses el tiempo,
tu luz o tu presencia?
Me esfuerzo por salvarte, y es en vano:
borraste la sonrisa, el oro decaído
del cabello, se negaron los labios,
me rechazaste el tacto, no perduran
ni línea ni calor en la memoria.
Así me han fatigado de mis huespedes extraños.
Un día no serás, y nunca el mundo
sabrá que pudo ser siempre más bello
con sólo retenerte .Yo soy ese testigo
que canta, sin furor, tanta demencia.
Soy ya quien ha vivido
la desventura de tu muerte. Eso que nadie,
ni tan siquiera tú, sospecha que ha ocurrido.
LA DIMISIÓN DEL TESTIGO
Y cómo he madurado. Bajo esta luz ya muerta
soy el otoño. Hay una luz, que es frío,
negra, negro.
Aguardaban mis ojos aquí que el cielo fuera brasa
y siempre aparecían los astros, puros, vivos,
en el mismo lugar (y antes que el hombre fuera
y que fuese la flor y el ave),
con la exacta hermosura de lo eterno nacido.
Nada importaba entonces pasar.
La luz permanecía y era eterna.
La juventud del mundo, su gozoso latido,
daba en sí testimonio de mi vida.
¿Quién podria apagar las llamas de mis ojos?
Destellaba el vivir,
y yo testimoniaba la existencia.
Ahora miro este cielo
y veo que su luz también ha envejecido.
Los Astros no eran jóvenes. Ni eternos.
Y no he testificado,
con mi vivir, ninguna permanencia.
El espíritu negro me dará su cobijo,
y el Espíritu blanco, naciendo de él, conocerá la esencia de la
Luz,
su Inexistencia.
Francisco Brines.
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